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PAPELES PÓSTUMOS DE "ROJO" (LXIII)


 

 

No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.

Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:

https://www.facebook.com/independiente.trashumante

Su título es:

PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)

 

 (Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)



***

 

Pero yo lo que quería era hablar de cuando te conocí a ti, Daniel. Tú has escrito sobre mí, sobre cuando me conociste, con palabras de las que no me siento merecedora, aunque te las agradezca infinito. Verse retratada favorablemente por alguien que fue un desconocido la mayor parte de tu vida, por alguien ajeno a la familia y los amigos de toda la vida, es una experiencia tan positiva y alegre que quizá sea la mejor herencia que me has dejado, aunque no, estoy exagerando. Qué mejor herencia que tu tímido y chispeante acercamiento inicial aquel día que te trajo Lucía a casa, un día tan cercano a mi separación de Damián que yo no estaba para muchas fiestas, y que se convirtió en una fiesta porque los tres (los cuatro, ese día estaba Felipe, quizá por la curiosidad que le producía conocer al novio de su hermana, una curiosidad que él nunca habría reconocido porque lo alejaba de su permanente pose irónica que nunca comprendí que empezara a adoptar en la adolescencia y que no iba a abandonar jamás. Me parece que tendré que dedicar un día a hablar de Felipe. No sé si lo merece, pero quizá complete el cuadro que estoy esbozando). Los tres, decía, iniciamos una posible complicidad que era nueva respecto de la complicidad de madre e hija, una complicidad como de tres en la carretera, tres que se han conocido para hacer un viaje, para conocer algo que les interesa aunque quizá por motivos diferentes, tres que están interesados en compartir gastos y se encuentran compartiendo vida, compartiendo momentos que saben no son los de su vida corriente, pero que son como vidas extractadas o “esencializadas”, una palabra que empleo desde que te conozco, Daniel, aunque eso de las esencias no vaya conmigo y tú mismo te hayas corregido muchas veces por hacer referencia a algo que presumes de no creer pero que te llama poderosamente la atención porque te recuerda que hay una opción, o la había, de enfrentamiento a lo que menos te gustaba, lo banal, lo superfluo, lo interesado por pura practicidad.
 
 
Aquel día hablamos de la cocina porque tú alabaste extraordinariamente aquella merluza en salsa que te preparé y de la que no me quedé muy contenta. En tus palabras y en tus formas suaves había la inclinación a agradarme, pero vi en tus ojos, en tus manos que no paraban de moverse sin crispación ninguna, en la búsqueda de los ojos de Lucía, que había sinceridad en lo que decías, o al menos una búsqueda de la sinceridad que parecía algo muy íntimo en ti o una pasión irrefrenable y quizás no deseada por la verdad, por la comunicación de la verdad en la que se cree, que es en lo que consiste la sinceridad. ¿Me estaré volviendo filósofa en esta conversación en solitario que te dirijo? Yo ahora me pongo afirmativa cuando lo más a lo que llego es a hacer siempre una crítica ácida de todo por no haber aprendido a engancharme a lo real.
 
 
Y yo misma saqué el tema de la separación de Damián. No tenía por qué, además de que no quería que apareciera la violencia que eso provocaba en Lucía, pero conocerte y empezar a saber quién eras o intuir que serías alguien que contaría en mi vida me provocó ese volcarme en ti, aunque tuviera que soportar las inaguantables miradas y lindezas de Felipe y la tristeza soterrada de Lucía, una tristeza contenida porque pretendía protegerme, y aderezada por ese amor que yo sabía que te tenía solo en cómo volvía ella sus ojos hacia mí o los dejaba caer brevemente sobre su hermano cada vez que hablabas. Hablabas de todo, como luego aprendí que ibas a hacer siempre conmigo, aunque confesaste tu timidez ese primer día. Y no, no era una timidez fingida, la del que quiere ponerse a bien con el mundo porque se quiere demasiado, sino una timidez auténtica, cocinada en una familia a la que te referías poco pero que se notaba en tus palabras que era tu cuna, una cuna sencilla y corriente que tú amabas con algo de melancolía por la muerte de tus padres (no, de eso no hablamos el primer día) y aderezada con la particularidad que tú mismo reconocías de la normalidad y la especialidad personal de algunos de sus miembros en los que, secretamente por tu timidez, te reconocías. La abuela Ralca, el tío Jaime, el abuelo que no conociste y que era hijo directo de los sufrimientos de la guerra. Aquel día que te conocí también supe más de tu familia que en cualquier otra conversación o reunión de las que tuvimos después, de las que tanto disfruté. Lo sabía entonces, cuando acababa de estar contigo. Pero lo sé mucho más ahora, cuando puedo recoger sus ecos en mi memoria, en mi sensibilidad de mujer, de madre, de persona que empieza a despedirse de la vida, cuando puedo atesorar como si pudiera encerrar en un cofre, en una caja de esas que tanto gustan a Lucía, todas las joyas de nuestros encuentros o, mejor dicho, todo lo que regalabas y no se veía cuando estabas cerca porque no pretendías hacerlo, porque solo destilabas eso que eras y que tendías a reivindicar con un poco de sequedad, algo que se compensaba con la humedad de tu acogida a todo lo que proviniera de alguien a quien apreciabas, como hiciste conmigo o Lucía, o a quien podrías apreciar, como a Damián y a Felipe.
 
 
(Continuará)


 

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