No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
***
PRIMERA PARTE
I
La señora Florinda trae uno de sus estupendos guisos, esos que ahora huelen a casa y a recuerdo. Lo deja sobre la mesa de la cocina con la naturalidad de quien guisa para su familia, para el vecindario, para el mundo, para cualquiera que sepa disfrutar de la vida y sea, porque ella así lo quiere, alguien cercano y en quien confiar. Lleva un delantal resplandeciente y colorido. Habla con mi madre sin dejar de agitar las manos y poner una de ellas sobre el pecho cada tanto, como si todo lo que comenta le saliera de muy adentro o quisiera retenerlo en su corazón. Tiene una sonrisa de dientes grandes. De sus lisas mejillas y sus amplias caderas parece emerger una fuerza que no pudiera contener y que se transmite a lo que cocina, a su cháchara, a sus escasos silencios inteligentes. Mi madre la escucha, la interrumpe y se ve interrumpida sin que eso rompa el diálogo que mantienen sobre sí mismas, sobre el vecindario, sobre los tiempos de cocción y sobre sus maridos, aunque en ese tema hay entre ellas más gestos que palabras, puede que porque yo esté delante como un testigo pequeño y encandilado de su diálogo de colores que parece una canción, un dúo medio ensayado lleno de vitalidad y que produce ganas de ponerse a bailar. Cuando se marcha y mi madre me pregunta, o me impone con su dulce voz, si he terminado de fregar el baño, a mí me queda una sensación de vacío que me parece deba llenar procurando tener cuando crezca la misma fuerza que la señora Florinda, su mismo ánimo incólume, su energía convertida en color.
Ahora que solo soy un recuerdo de la niña que fui, los recuerdos de la señora Florinda, de mi madre, de mi lejano barrio, se me convierten en deseo mientras suceden, en un largo instante revivido involuntariamente que ilumina un presente, el mío, que se me aleja de aquellos momentos tan intensamente vividos como lejanos, tan dulces como llenos de una amargura macerada en distancia, casi agradable. Me siento como una planta un tanto marchita que hubiera regado hasta su muerte una abuela a la que no conocí. La muerte de la planta o la muerte de la abuela son ahora sueños que revivo desde una distancia del lugar en que nací que no sé cómo concebir, que se me multiplica tristemente, aunque sea superada por la alegría que me produce tener mis raíces allí, tan lejos y tan cerca de mis sensaciones.
En el silencio que crece al hacerme mayor recuerdo el barrio en el que di mis primeros pasos, ahora tan cercano en mi interior. Veo con claridad a la señora Florinda, una de las mujeres de aquel pequeño vecindario que era un pueblo inmerso en la ciudad. Ella llena la casa, la calle, incluso la pequeña plaza que entonces, cuando aún no creía que yo era alguien, me parecía inmensa, con sus casitas de colores y sus mujeres siempre activas en la mañana; y con sus atardeceres de hombres, de bebidas masculinas, de risas duras. Tardes que no tenían nada que ver con el murmullo constante y matutino, un murmullo de voces femeninas que se convertía para mí en un jardín que me protegía. En ese jardín de la plaza sin árboles, vallado con las palabras de las mujeres, me sentía segura. Solo cogida de la mano áspera y cálida de mi madre, con mis pequeños y contentos pasos, me adentraba por las calles que rodeaban la plaza camino de la iglesia, hacia el atrio convertido en mirador sobre las oscuras fábricas, hacia el agua del río, más lejos y más abajo, inmensa y que se veía correr hacia un destino que ella parecía tener claro y que yo desconocía. Un agua adornada con las barcas de los pescadores, acechada por el aire turbio y luminoso, y ceñida del lado de mi barrio por los grandes edificios industriales que hoy sé que se han quedado pequeños y abandonados, como colocados en paralelo a mi infancia, como si quisieran decirme con su decadencia, seguramente benigna, que mi niñez no pudiera existir ya ni en mi recuerdo. Veo ahora esas fábricas como a aquellos hombres de mi infancia, duros e inservibles, aunque nadie parezca atreverse hoy a tirarlas (al igual que tampoco se hacía con los hombres entonces) para despejar la vista que, desde el atrio elevado de la iglesia, se perdía en la otra orilla del río por encima de los oscuros edificios y sus extraños aromas. Una orilla, la otra, en la que no existía ciudad, en la que comenzaba el campo y toda aquella parte del país que casi nadie pisaba, escasamente habitada y misteriosa, aunque llena de animales salvajes y de extrañas historias apenas apuntadas por las mujeres y recreadas con un misterioso tono de voz por los hombres de mi infancia.
(Continuará)
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