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PAPELES PÓSTUMOS DE ROJO (XIII)


 

 

No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.

Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:

https://www.facebook.com/independiente.trashumante

Su título es:

PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)

 

 (Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)

 

***

 

Todavía hoy, en algunas ocasiones, como me lleva ocurriendo desde hace casi tres décadas, desde que salí de aquel colegio que de alguna forma empiezo a recordar como algo agradable porque soy quien pasó años fulgurantes y aburridos entre sus rojas paredes de grisalla, todavía hoy no respondo a alguien que dice mi nombre para indicarme algo, para ayudarme o, incluso, para quererme. Esos sucedidos, que acompañan algo que hay en mis facciones de máscara severa, algo que he visto reflejado en quien me mira con ternura, en quien me busca, en quien me acompaña, me han creado una fama de frío que no se corresponde en absoluto con mi auténtica sentimentalidad, un tanto desbordada. Lucía, quizá con la consciencia amorosa de que eso me ocurre sin yo habérselo dicho nunca (buena parte de lo que aquí cuento no se lo he transmitido a ella, y no por un afán de ocultamiento, sino por mi vocación de no interferir con mis cuitas en la vida de nadie, menos aún en la vida de la persona por la que aposté mi propia vida; una vocación que quizá hoy, con estas letras, estoy negando).

 Lucía me llama con mi nombre íntimo, el que aquí no desvelaré, el que ella inventó un día solo para nosotros, para ella y para mí, el día en que, sentados en un hermoso y moderno café en un antiguo edificio, hoy irreconocible, mis ojos se reconocieron en los suyos y me pareció que empezaba a ver solo lo que ella miraba. Y lo que ella miraba en aquel momento era yo mismo enmarcado por los amplios ventanales del edificio en el que, sin pensar, sin haberlo decidido de antemano, sin saber nada de mis sentimientos, le mostré mi amor con mis gestos y mis besos. Uno de esos días que recuerdo siempre (de nuevo siempre), que hacen girar la vida hasta mostrar una forma que parecía necesario encontrar, cuya búsqueda era ineludible. Una forma de estar en el mundo, la mía, que se completó cuando supe que estaba enamorado, cuando besé aquel día por primera vez sus manos y sus labios sentado junto a ella, recibiendo su calor como si fuera el mío propio. Recuerdo aquel día inolvidable con todo detalle mientras siento que se me escapa, como si lo hubiera inventado, como si, afectado por una enfermedad progresiva, ciertos recuerdos como ese, los más importantes, los momentos a los que atribuyo la mayor intensidad de mi vida, me fueran siendo velados poco a poco por la incapacidad de mi propia mente de seguir recreando lo que un día fue y que todavía permanece en la estela de lo que es para mí, de lo que soy ahora y de lo que seré algún día quizá más cercano de lo que quisiera aceptar (estas palabras escritas con algo de ansiedad y un tanto de obligatoriedad, que no sé de dónde procede, son prueba de algo que no puedo definir, que quizá no quiero tener que definir). Y mi mente, como si no fuera mía, parece luchar con esa huida del recuerdo sin que yo pueda hacer nada salvo participar de una angustia intranscendente que puede conmigo y me convierte en espectador de las historias que me cuenta mi propio recuerdo. Él parece hablarme cuando no lo busco, como un amigo díscolo y orgulloso, como un gato amado y viejo. Sufro, sí, con esa apariencia de pérdida de pasado sin suceder que estrecha mi presente, aunque mi amor por Lucía y su cercanía continúen su camino y me den todas las fuerzas que parezco necesitar para hacerme mayor, para empezar a recorrer la vida como si la abandonara, ya no como si fuera persiguiéndola, en ese afán del que he huido desde hace décadas y que me ha alimentado mientras le daba la espalda. Mi propio afán de vida intensa e irónicamente alejada de mí, como si existiera una ruta trazada que yo debiera solo seguir, aunque paradójicamente sus lindes tuvieran la forma de la libertad.

(Continuará)

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