No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Aquel colegio que me reconocía como Rojo también me aportó la amistad de Alfonso, un compañero considerado taciturno entonces, aunque nadie empleara ese término, con el que fui intimando entre juegos y palabras hasta que nuestra relación pareció convertirse en indestructible de una forma desapasionada que quizá está más cerca de su forma de ser que de la mía, creo que más constructiva y apasionada. Desde que salimos del colegio fueron disminuyendo nuestros juegos y aumentando las palabras mientras nuestras vidas recorrían sus caminos, tan diferentes, aunque tan iguales cuando estamos juntos. Él ha recorrido el camino de la soledad, el camino que parte de la compañía y lleva hasta él mismo no por desprecio de los otros, sino por acercamiento al vacío pozo de lo que se desea. Yo he recorrido un camino casual que me ha llenado de felicidades y de vacíos, un camino partido en dos fragmentos desde hace unos años, desde que me uní a Lucía sin elección posible. Dos fragmentos que son uno, que son yo mismo y que son un pasado y un presente, así los veo ahora y así siento que la vida se renueva constantemente hasta alcanzar ese benéfico horizonte que es el final.
Alfonso, narrado aquí, parece un Sócrates inventado por mí, un personaje literario, aunque muy real, que siempre es mi referencia ineludible, mi maestro en alguna forma sin él pretenderlo ni yo reconocérselo. Maestro acompañante, compañero maestro negado en esa faceta que yo mismo le otorgo y no le digo, que en estos momentos reconozco por primera vez y le doy forma con estas palabras.
La cercanía al apellido que heredé de mi padre no tiene ninguna relación con echar de menos ahora a aquella figura hoy desaparecida, ni fui un niño que lo echara de menos cuando aún vivía. Mi padre era un hombre correcto en todos los sentidos, sus facciones no llamaban la atención, sus opiniones eran moderadas aunque intentaran no llegar a ser mediocres, su relación con mi madre era todo lo correcta que puede ser la relación de un hombre con una mujer y, seguramente, mucho menos incorrecta de lo que ella hubiera deseado, incluso la relación con sus hijos era tan correcta que nos impedía rebelarnos, aunque no pudiéramos mantener ningún respeto por aquello que, cuando éramos niños, no sabíamos nombrar pero sí sabíamos odiar con esa suavidad e intensidad del odio en los niños que lo transforman en una pasión menor y tolerable, incluso afectada por un encanto que solo los niños manejan de una forma que nada tiene que ver con saber hacerlo, sino con la intuición propia de la vida que bulle. Mi padre era un lagarto en un secarral, de esos que camuflan su piel con el color de la arena y las piedras sobre los que se mueven, con esa capacidad de inmovilizarse que les proporciona las oportunidades de comer y de no ser comido. En algún momento eché de menos algo más, algo diferente, una sangre más caliente; quise otra actitud en él sin saber definirla entonces, algo menos de corrección y algo que estuviera más cerca de la pasión; seguramente soñé sin poder recordarlo que el lagarto fuera un dragón de fuego y aire dispuesto a ser tan fiero como tan cercano a alguien, yo, a quien proteger con su duro vuelo y su aliento estremecedor. Más tarde, y ya era tarde, supe que no recibía de él menos de lo que podría recibir, de lo que su corrección era capaz de identificar como amor, como dedicación a su familia, como entrega total, si es que la totalidad formó parte de su escueto mundo, ese mundo del que mi madre no lograba sacar el partido que a ella le hubiera gustado, con su alegría cargada de inocencia, aunque inteligente. El dragón que quizá él mismo en su niñez deseó ser se quedó en lagarto sin queja alguna, al menos que pudiera ser atisbada por quienes le rodeábamos, incluida mi madre.
(Continuará)
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