No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Mi vida de ahora la veo como esa otra orilla del gran río americano que entonces me estaba naturalmente vedada, como una alternativa misteriosa y hueca al lugar en el que nací, una alternativa que domino y que se encuentra vaciada de todos aquellos matices infinitos de mi pequeño barrio, de su vida fuera de la ciudad a la que pertenecía y en la que se incluía a escondidas, como si un pueblo, mi barrio, hubiera caído del cielo en medio de la urbe, la que muy pocas veces pisé en mi infancia desahuciada. La que ahora echo de menos sin apenas haberla conocido. La que me seduce con su desconocimiento y lo que yo siento ahora como una extensión casi infinita, limitada por aquel río poderoso que parecía llamarme en la lejanía.
Hoy, aquí, estoy mirando en el ordenador el hueco que existe en el plano de aquella ciudad justo en el lugar donde nací. Aquella ciudad es casi toda llana. Mis calles, mi cerro, son diferentes. En la pantalla, en aquel hueco blanco, solo está representada la iglesia. Una iglesia en medio de la nada, como si no fuera una iglesia ciudadana, como si fuera una ermita campestre y solitaria. La nada electrónica oculta un barrio lleno de estrechas cuestas y anchas cacerolas que se trasladaban de unas casas a otras gracias a los andares firmes y mullidos de las mujeres que daban vida a aquellas calles que no son nada.
A pesar del hueco en el mapa electrónico, ese hueco helado que parece negar mi memoria, me siento arropada por el recuerdo, por la presencia en el interior del cerro, en sus calles, de las mujeres y de la lejanía matinal y sentimental de los hombres, de los restos de colores en las paredes, incluso me siento acunada por el ruido del puerto en el río y de las fábricas que parecían acercarse amenazadoramente hacia las pequeñas viviendas. Los edificios de las fábricas siempre están oscuros, aunque brille el terrible y definitivo sol del hemisferio sur en ese lugar tan lleno de agua como alejado del mar. En aquel lugar en blanco continúo viendo a aquella niña, a Lucía, como si no fuera yo y me llamara de otra forma, entre faldas y conversaciones de voces agudas y alegres, con un coro al fondo de escasas voces masculinas siempre ásperas y algo tocadas de alcohol y deseo mal definido y peor realizado. Allí me crie, hoy quiero afirmarlo, en aquella mezcla de lenguas indias e hispánicas que me acunó desde que llegué al mundo, una mezcla de la que sé que soy hija y de la que los ignorantes y amables ibéricos nada sabían cuando yo llegué aquí y que siempre, en mi interior y hoy en mi recuerdo, permanece estable y vivo.
(Continuará)
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