No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Y conocí antes, aunque sin pisarla, en la lejanía, aquella orilla a la que temía y que me atraía que la ciudad en la que se incrustaba mi barrio, lo que constituía el jardín de mi hogar, sin yo saberlo. Fue mi padre, en un arranque de algo que debería haber sido cariño pero que tenía otra denominación por inventar, quien me descubrió, cuando un domingo me llevó a ver el elefante, que la vida de mi barrio era un trocito exiliado de la vida de la ciudad; una vida repleta de gentes, de ruidos, de enormes árboles, de grandes y pequeñas casas de colores. Muchas de ellas con jardín, asomadas al empedrado desigual de las calles que más tarde supe era capaz de absorber en poco tiempo las tremendas lluvias que azotaban de vez en cuando aquella parte del mundo, como si el río las convocara para mantener esa fuerza lejana que yo temía y me atraía.
El elefante fue para mí la representación del mundo, de todo lo que no era mi barrio. Ver su piel arrugada y parda cubriendo su grandeza fue como cruzar a la otra orilla del río, descubrir la maravilla y vivir el temor de lo por conocer, temblar gracias a una mezcla preciosa de temor y curiosidad que me inundaba la piel y modificaba mi mirada y mis sueños.
Con aquel hombre redondo emprendí el que ahora considero el gran viaje de mi vida, a pesar de no poder compararse con el que me trajo aquí. Mi padre no era gordo, pero a mí me daba la sensación de ser redondo. Su cabeza era redonda, y su nariz, incluso su boca. Era un hombre grande, o a mí me lo parecía, y la visita al elefante junto a él se me hizo como visitar a un pariente suyo.
Tuvimos que caminar hasta la parada del autobús, acceder a calles anchas y rectas que yo desconocía que existieran tan cerca de mi vida. Casi no hablamos por el camino porque él iba saludando a muchos conocidos con su español con acento indígena tan característico que lo diferenciaba de la lengua de mi madre, esa otra que yo casi he olvidado ahora, pero en la que aún hoy sueño algunas veces. Yo, contenta, callaba y me iba quedando dentro todas las impresiones que los coches, los que para mí eran grandes edificios, los árboles, me llenaban el alma y me hacían callar y respirar de una forma que me parecía nueva, como nuevo fue el traqueteo del autobús en el que fuimos sentados juntos, yo con algo de miedo y él con una sensación de orgullo que hoy me parece asomaba a su cara. Transcurrió el tiempo del viaje sin avanzar, como si el traqueteo de la vejez del vehículo no existiera, como si los desvencijados asientos fueran un transporte mágico hacia el parque donde yo iba a ser feliz.
(Continuará)
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