No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Uno termina siendo voluntariamente lo que involuntariamente deseó. Se encontró con el amor, solo pudo rendirse y terminó amando lo que aprendió a amar, favoreciendo voluntariamente lo que se le presentó de forma involuntaria. Quizá lo primero fue la belleza y uno no sabe cuándo se le presentó por primera vez. Es efecto de su inaprehensibilidad. No hay número que se le pueda aplicar. La música, tan cabalística, lo muestra cada vez que es traspasada de su inevitable orden al aire en el que existe, aunque su destino se fije en el limitado oído de quien la percibe, de quien, una vez herido por su existencia, la buscará sin poder acceder al puente que lo conduce hacia aire en el que reside.
Y uno quiso no ser tantas cosas, no poseer ciertas facetas, y fue, es, cosas y facetas irrenunciables, quizá indignas, que le proporcionan la posibilidad de ser estando, de soñar estar, de evitar la muerte mientras no llega, como si esa actitud tuviera alguna relación con el hecho de que suceda cuando y donde deba, pueda o quiera suceder.
Es como buscar el arte. Primero se disfrutó de obras increíbles, que se adaptaron a la vida de uno mientras la transformaban. Más tarde, tras la acumulación de esas experiencias, uno no puede hacer nada más que buscar el arte encarnado en obras de infinitos tipos y formas, aunque todo ello, la maravilla de lo artístico, lo indefinible, aparezca en pocas de entre ellas. Y uno atisba lo bello en detalles que se afanan en no ser absolutos, en no llegar a convertirse en esa obra de arte total que parecía poder existir y que se revela, con el sucederse de las obras, con las veladuras en que se convierte la acumulación de unas sobre otras en la mente del disfrutador, como un imposible existente en ese horizonte al que nunca se llega, tras el que nunca se pone el sol de lo anhelado, y que se revela como la cuna de la vida que existe mientras dura, la vida que se esfuma y se protege de la afirmación de uno mismo en uno mismo, un sí mismo inalcanzable en el que creemos estar, incluso en el que creemos ser. Ser alguien es un destino al que renunciar. El anhelo quizá tiene sus raíces en él. El anhelo en el que me baño con frecuencia y en el que me gusta sentirme definido, sin angustia, con pasión.
A estas alturas o anchuras de la vida los rostros de los demás ya no son todos individuales. En eso sé que me hago demasiado mayor. No es que las caras se me repitan por falta de claridad, no, es que hay rasgos que se me repiten de unos individuos a otros hasta configurar conjuntos personales que, en lo físico, son el mismo individuo. Y sé que no son el mismo y también que no me engaño, que nuestras posibilidades, las de nuestro aspecto, son finitas y, por tanto, las de ser individuos irrepetibles. Somos tan repetibles como un pura sangre o un individuo perteneciente a una raza canina pura. Somos como eso indefinible que vemos en las hormigas, o los escarabajos, una oscuridad personalizada que se aleja de la individuación corriendo pareja con nuestro afán de clasificación.
Me cuesta admitirlo porque aún quiero tener un pie en la juventud que se aleja con la fuerza de la vida vivida y de la vida muerta. Sé que ambas conviven y, sobre todo, que han convivido a mi pesar, el pesar de saber vivir y de desconocer el funcionamiento de la vida, aunque hoy empiece a tener el conocimiento por experiencia de cómo funciona, de cómo se desgasta.
Hay recuerdos que no pudimos tener, forman una capa intermedia de la memoria que se alimenta de lo imposible vivido y de lo posiblemente no vivido. Una capa que tiene el poder de aferrarse a las otras dos, la exterior, la que simula los hechos del pasado, y la interior, la que ríe y llora con lo que se cree que se sintió en un momento, lugar o persona determinados.
Esa capa alimenta tanto la posibilidad como la imposibilidad de la locura. Si se le permite aflorar, ampliar sus anclajes en la memoria exterior y en la interior se rozará la demencia y se podrá volver a la inocencia del nacimiento o ir más allá de la necesidad trágica de la muerte.
No hay que tenerle miedo, el miedo refuerza sus anclajes. No se puede negar, aunque sí ignorar, lo que la provee de una espesura que podría ocultar parte de la memoria exterior y de la interior o, incluso, confundirlas y convertirnos en autómatas del silencio o la verborrea.
El conocimiento de las capas de la memoria es bello y arriesgado. No se pueden tocar, aunque sí recrear como si fuéramos otro, un doble o triple de nosotros mismos que nos favorece y realza gracias a la auténtica humildad que nos proporciona, la humildad de la riqueza de lo soñado, como si fuéramos un alguien sin peso, un alguien que solo es parte de la vida viva del mundo, de su transcurrir y desgastarse creciendo.
Soñar con nosotros mismos como si fuéramos entes inventados tiene algo de musical, es muy bailable, proporciona elasticidad y ensancha las puertas y ventanas del amor, ese aire que vuelve tersa la piel y favorece la recreación de pensamientos gratuitos, creadores de lo ya inventado y formadores de nuevas formas de vida que ya existieron en un desconocido pasado.
(Continuará)
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