No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Y llegó el día en que le propuse redactar juntos aquel informe al que llevaba demasiado tiempo dando vueltas, darle el enfoque que yo pretendía y que él parecía desear, a espaldas de todos, sin que nos correspondiera, solo por el gusto de afirmarnos, de enfrentarnos a la siempre atrozmente eficaz Carmen, la que nunca escribía una palabra de más ni de menos, la que de verdad convertía lo que escribía en un cúmulo de frialdad inexpresiva que parecía poder acabar con la potencia de la palabra, de la expresión, incluso de la insinuación abierta que permitiría al futuro lector, por muy casual que fuera, participar en lo escrito y sentirse interesado por lo que las palabras podrían proponer, por lo que él mismo completaría en su cabeza gracias a ellas. Ella, Carmen, fue nuestro motor inmóvil, quien con su férrea disciplina alejada de la creatividad nos sirvió de molde que romper para redactar el informe sobre el crecimiento asiático sin cortapisas frente a los datos, con toques de Historia pasada y presente, con referencias a sus culturas vivas y a la mortalidad de las mismas, con aceptación del posmodernismo y de cualquier contradicción pasada, presente y futura. Lo escribimos con la pasión profesional que cada uno poseíamos, al tiempo que supimos sujetar la pasión del otro para hacerlo legible y que diera respuesta al frío encargo de la Fundación Oriente en Occidente.
Carmen era mi Lady Macbeth, pero con la ventaja de que yo no estaba casado con ella y las brujas estaban de mi parte, así que Macbeth, yo, no estaba prisionero de sus torcidos encantos ni tampoco creo que haya llegado a amar la sangre de quienes ella odiaba bajo su aparente y frío atractivo. El bosque aún no ha venido a visitarme, pero espero que llegue algún día a acabar con ella, aunque se me lleve a mí por delante. Vaya obsesión que me produce Carmen, un personaje que me disgusta, a quien no le debo nada y que ni me produce envidia ni me provoca deseo. La obsesión por ella se mantiene, atemperada solo cuando puedo mostrarle mi desprecio disfrazado de aprecio: tener en cuenta alguna de sus propuestas para terminar abriendo el camino a rechazarla, o mirarla con intensidad, como si me interesara su cháchara disfrazada de razonamiento, la cháchara de quien se cree siempre cargado de razón, de quien piensa que la vida es tal y como ella la piensa, tal y como ella la impone a los demás creyendo que su imposición es una forma de respeto.
Antonio era la otra cara de la moneda de Carmen, algo así como un Ignatius Reilly que se hubiera reencarnado en alguien que fuera él mismo y se hubiera limpiado la zafiedad. Poseía un rostro sereno y una expresión excesivamente apasionada, que convertían sus rasgos, cuando hablaba, en una máscara de sí mismo cargada de colores extremos, como los ahora perdidos en los frontones de los antiguos templos griegos. En él parecían unirse todas las frustraciones y un anhelo de vivir que despejaba su incertidumbre permanente. Siempre tenía respuesta a cualquier duda de expresión, orden o estilo de lo que teníamos entre manos. Mas no era una opinión, su opinión, era lo que él creía que unas reglas dictadas por lo que él consideraba que era la técnica estilística, definían con precisión sin dejar lugar a dudas de la elección del adjetivo, preposición o punto y aparte a aplicar.
(Continuará)
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