No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Antonio se tomaba estas preguntas con seriedad, era el único que lo hacía, y daba su propia versión de la proposición de Luis, con otras palabras, lo que no parecía molestar o afectar de ninguna forma al pausado Luis. Carmen ponía cara de pocos amigos y procuraba cambiar de tema intentando quedar ella por encima, como era su costumbre, en cualquier contexto y situación. Pepa esperaba a que terminaran de hablar Antonio y Carmen, les daba la razón al comienzo de su intervención e intentaba exponer lo que ella creía era una alternativa, pero sobre todo intentaba pasar al siguiente tema dejando zanjado, aunque sin conclusión, el tema que se estaba tratando.
He copiado más arriba algunas de las preguntas de Luis en reuniones de trabajo. Añado a continuación otras de las que he podido recordar hablando conmigo:
- ¿Y no es verdad que cuando nos enamoramos perdemos la noción de quiénes somos pretendiendo haber llegado a ser plenamente quienes somos?
- ¿No sucede que habitamos unas calles que se vuelven invisibles para nosotros, que poseemos una ceguera hacia lo que más conocemos que no nos permite hallar encantos que existen para quienes se acercan a nuestras calles como visitantes?
- ¿No crees que el amor que me falta desde hace tanto tiempo me ha dado una forma desagradable para cualquiera que se me acerca, me ha convertido en un pequeño monstruo soportable, aunque un poquito repulsivo?
- ¿Y podría ser que esta amistad nuestra te resultara un poco postiza, algo de lo que no se habla, que nuestros compañeros no deberían conocer, algo que queda entre tú y yo porque no soy alguien interesante, porque mi grisura (sí, no me interrumpas, no me hace falta tu amabilidad aunque te la agradezca) no tiene nada que ofrecer, nada de lo que presumir, nada que pueda ser relevante para ellos, para los frustrados escritores, igual que nosotros, que no lo reconocen bajo una capa de profesionalidad que a todos nos viene muy bien y nos libera, con nuestra obediencia al encargo, de tomar decisiones o, incluso, de no tomarlas cuando uno se enfrenta a su propia obra en solitario, cuando narra con profesionalidad, pero sobre todo con energía creativa, eso que desea que otros aprecien y disfruten, eso que dice llevar dentro y querer comunicar, eso que debería convertirse en nueva demanda de los lectores de las sensaciones que les produjeron nuestras palabras asentadas en ellos? ¿O, mejor expresado, que postiza, algo impostada, algo que buscas y te repele un poco, como esas comidas que nos recuerdan nuestros orígenes, cuando comíamos cualquier cosa y no habíamos inventado lo exquisito? ¿Soy un bocado exquisito para ti, o más bien un trozo de pan que no quieres tirar porque te sientes culpable por el hambre de otros? No, no me respondas. Esto que pregunto son afirmaciones mías, recuerdos de mis soledades, espontaneidad mal enfocada, que no pide nada, que desea solo no perder tu amistad y no desenfocar nuestros momentos.
La crispación que correspondería a sus palabras no asomaba a su cara ni a los gestos de sus manos, si acaso se delataba en una inflexión de tristeza en la voz casi imperceptible, como una pequeña afonía que se estuviera curando. Yo sé que lo miraba con vergüenza y que me avergonzaba de que esa sensación asomara a mi mirada mientras no dejaba de mantenerla, como si mi seguridad ante él no decayera ante su sinceridad, ante la expresión de su amistad malherida, quebrantada por mí, manipulada en su aceptación.
Yo, cual Glaucón, respondía con preguntas que afirmaban lo que planteaban las suyas. No podía impedir que mi ser (eso que se inventa continuamente para que exista el yo) estuviese a favor de sus afirmaciones inquisitivas y, cuando nos separábamos, me preguntaba si no debería yo también preguntar algo que lo obligara a salir de su línea afirmativa, esa línea que me situaba en un lugar incómodo, a medio camino entre la amistad y la imposición de sus ideas. Sí, decidí enfrentarme a él, no seguir su juego, dar a entender que el que mantenía la amistad era yo, que no lo necesitaba, que no lo había elegido, que quizá era, efectivamente, un amigo postizo, como él mismo me había llamado, pero no lo supe expresar ante él o su extraña presencia o compañía me lo impidió.
(Continuará)
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