No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Así viví yo, sin reflexión y con un toque de pasión quizá impropio de una amistad, la relación que comenzó entre nosotros y que me ha llevado a escribir estas crónicas de un fragmento de mi vida que parecen animarla. Precisamente ahora, en este momento de mi existencia en que he empezado a encontrarme un poco separado de mí, un poco desposeído de eso a lo que, desde que dejé atrás la complicada adolescencia, nunca he dado demasiada importancia y que se suele llamar “yo”. Un momento en el que empiezo a tener la impresión, aunque no de forma continua, que estoy viviendo la vida de otro, una vida de otro que era yo hace años y que está decidida por aquel que parece que empieza a no ser el que soy ahora. Me encuentro en un laberinto, entre laberintos de palabras, formado por múltiples imágenes de mí mismo que no me angustian pero que no parecen dar ninguna alternativa a mi transcurrir real, ese que puede que haya perdido el acceso a la multiplicidad de los caminos, la posibilidad de cambiar de dirección, de multiplicar los sentidos y empezar a dirigirse hacia otros horizontes.
¿Será eso comenzar a envejecer? Permanecer todavía joven al encontrarse en plena madurez y contemplar el horizonte que no tiene un más allá, como si la tierra fuera plana y finita, y ver a ese ser que parece ser yo acercarse al horizonte final de la muerte como un otro que quizá ya no sabe vivir a pesar de su cúmulo de conocimientos porque empieza a conocer de verdad el fin, el fin de todo. Como si yo supiera que en ese momento se empieza a revelar el hecho de que todo acaba con uno mismo por mucho que uno se quiera reconocer como lo que es: una pequeña pieza más del puzle de la vida y de la historia, esa vida construida en lugar de transcurrida a la que nos dedicamos los que formamos parte, inevitablemente, de las sociedades humanas. Y estas mismas digresiones son signo de lo que me está ocurriendo, de la sensación que no puedo detener de caminar sin voluntad, de caminar porque mis pies así lo quieren o están obligados a hacerlo, una sensación de esclavo sin amo que no me resulta agradable, a la que me adapto con facilidad y con la dificultad que provoca el paso lento e imparable de quien se siente empujado por algo o alguien que, inexistente, no puede ser otro que uno mismo, que sus pasiones atemperadas y sus anhelos incesantes.
Estar encerrado en lo sentido, en lo vivido, podría ser lo característico de la madurez. En la juventud existe siempre la posibilidad de otros sentires, de hallazgos posibles, e indefinibles antes del encuentro con ellos. Y los echo de menos, ahora que domino mis sentires como si los hubiera inventado, como si no se hubieran cruzado en ellos tantas personas, tantas ansias cumplidas y olvidadas, tantos deseos insatisfechos y tantos sueños que comienzan a ser recuerdos. Empiezo a atisbar la posibilidad de alejarme de los deseos, de que mi cuerpo o eso que se denomina “yo” se despegue de ellos como si la inanición fuera una oleada proveniente del horizonte de la ancianidad, de la cercanía a la muerte y su cumplida promesa. Quiero pensar que esas caídas en los suaves abismos de la lejanía de los sentidos no me alejen del deseo, ese concepto, sensación, forma y marco que da sentido a la vida sea cual sea su identidad o el apego que cada uno de los humanos le tengamos. Con el término deseo nombro lo innombrable, aquello que mueve conjuntos y detalles sin necesidad de proporcionarles un sentido, aquello que me mueve y me deshace con el fin aparente de que todo tenga un sentido (una significación personal, como si fuera la traducción de una lengua extranjera bien aprendida y nunca materna), de que ese caminar hacia el horizonte que se materializará en forma de muerte suponga camino propio alejado de la ajenidad de lo voluntarioso, del fanatismo del vivir y de la inercia de lo caminado.
Voy rodeado de límites, en ellos me reconozco y deseo sentirme vivo, como si recorriera la parte estrecha y alta de un muro siempre al borde de caer del otro lado, como si fuera posible superar precisamente el límite, un imposible que no evita el vértigo que se siente al situarse al borde de lo conocido y conocer que no hay un más allá de lo conocido, que, aunque existiera me/nos está vedado por… No hay respuesta, debido a los propios límites de nuestras células, de cada una de ellas y de las relaciones que solo parecen infinitas entre sí pero que están limitadas a una cantidad que desconocemos, aunque exista y sea muy concreta.
(Continuará)
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