No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Luis, con su pequeño nombre tan adecuado a su aspecto, a su actitud, era como uno de esos animales cuya supervivencia se encuentra en el camuflaje: insectos hoja, pulpos disfrazados de peces tornasolados, pequeñas ranas de colores fulgurantes. Siempre se adaptaba al entorno en el que se encontraba hasta desaparecer. Se reía con todos sin sobreponer ni alargar su risa respecto a la de los otros. Se vestía de forma que no destacara ni por su elegancia, ni por su falta de ella, ni por su color, ni por su grisura. Se sentaba de forma comedida y participaba discretamente, hasta el punto de que más de una vez se había afirmado que en tal o cual reunión había un número de personas que le excluía, que no le tenía en cuenta. Y siempre conseguía hacerse oír sin destacar, que su opinión se tuviera en cuenta sin que nadie pusiera el acento sobre ella o le citara como fuente de la que partir para redactar algo o tomar una decisión.
Hablaba con preguntas, como disculpándose de su propia opinión, como si lo que expresaba hubiera de ser cuestionado por necesidad, pero sus preguntas abrían campos como si se estuviera en un juego y él fuera capaz de darle un giro inesperado, sin imponerse, sin obligar a respuestas contundentes, más bien como negando esa posibilidad y abriendo un nuevo camino posible, una nueva oportunidad a desarrollar.
Pensé que había encontrado en él un Bartleby, o quizá me hubiera gustado encontrar en él al enigmático escribiente. Cuando lo conocí pensé que era el personaje de Melville encarnado, pero no, no era así, él, prefiriera lo que prefiriera (nunca se sabía), hacía lo que se le encargaba aunque nunca dejara de opinar con sus preguntas, era el cumplidor enigmático que siempre tenía algo que aclarar sin que ello pareciera ocultar pereza o rebeldía, desinterés o perfeccionismo, soberbia o humildad, pero parecía no dejar en nadie, salvo en mí, un rastro de enigma que me ha marcado y continúa intrigándome sin que yo pueda dominar esa especie de poder que ejerce sobre mí.
Preguntaba con aire tierno y severo (se notaba en su voz apaciguada, en sus mínimos gestos) cuestiones que a nadie parecían importar y que pasaban a formar parte de una inquietud general por mejorar el texto que tuviéramos entre manos. Nadie parecía hacer caso a sus puntualizaciones en forma de preguntas y todos terminábamos dando un sesgo a lo que escribíamos que incluía las sugerencias que él había sembrado con sus preguntas, siempre a destiempo, nunca oportunas y continuamente tenidas en cuenta cuando él no estaba.
Nunca nadie aceptaba que había sido influido por sus continuos cuestionamientos de lo que tuviéramos entre manos, fuera un catálogo de muebles, un folleto para unas elecciones o la descripción de una cadena hotelera, fuera el texto que fuera, tediosamente largo o agradablemente corto.
- ¿Y no sería mejor no hacer mención directa del afectado, sino dejarlo en la sombra para que el lector rellene con su opinión lo que de él planteamos?
- ¿Y si lo enfocamos como si todo el mundo aceptara que eso puede ocurrir y que forma parte de lo cotidiano?
- ¿Y no será mejor contarlo de tal forma que parezca narrado por un testigo frío que solo es capaz de ver los hechos como si no le afectaran?
(Continuará)
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