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PAPELES PÓSTUMOS DE "ROJO" (XXXVIII)


 

 

No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.

Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:

https://www.facebook.com/independiente.trashumante

Su título es:

PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)

 

 (Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)




***

 

XII
 
 
Él, con su nariz recta y pequeña, sus labios finos, sus escasas mejillas, sus cejas tan levemente arqueadas que parecían rectas y sus ojos sin brillo, salvo contadas excepciones que hacían que las mujeres se sintieran inquietas ante una mirada que no esperaban de él, no era feo, pero no conseguía destacar entre otros porque producía la sensación de arrastrar su cuerpo y su rostro un tanto inexpresivo, aunque con un deje de anhelo que dibujaban las comisuras de sus labios y los extremos de sus ojos. No es que se moviera lentamente, es que había algo pesado en sus breves y cautos movimientos que me hacía pensar en un cuerpo arrastrado por una persona invisible que se encontraba fuera de él y que tendría su rostro y maneras.
 
 
Le gustaba pasear por los espacios abiertos. Las calles estrechas lo agobiaban, aunque apreciara en ellas antigua belleza, ese encanto de lo que un día fue y hoy aparenta permanecer entre el crecimiento desajustado de lo que, a su alrededor, se ha convertido en urbe. Él decía que su horizonte era el mar, el lejano mar, tanto que necesitaba ver el cielo amplio para imaginar y sentir el mar. Junto a él había nacido y desde él lo trajeron sus padres siendo muy niño. Y parecía gustarle decir que esta ciudad nuestra no era su ciudad, que este antiguo pueblo en el que no se reflejan las ciudades con agua, en el que se reflejan, con cierto desprecio, las capitales cercanas y extranjeras. a esta capital que no ha dejado de crecer y no ha dejado de ser provinciana, a esta urbe cuyo núcleo tradicional, como ocurre en todo el mundo, es más pequeño que su expansión tras la Segunda Gran Guerra, a esta ciudad destruida y reconstruida muchas veces porque la guerra no ha querido dejarla de lado. Ese puede que sea el signo de su trágica importancia y de su impotencia para no ser deseada y para ser algo más que una pequeña aldea crecida de forma terrible y desmesurada.
 
 
Y su maquillaje actual funciona. Si se miran de cerca sus detalles, si se aproxima uno a sus medianos rascacielos, si pasea por algunas de sus renovadas aceras y se deja llevar sin pensar por el bullicio que la atraviesa y la densifica, pareciera que fuera una ciudad moderna que recuerda sus adornos de unos pasados ya superados. Pero quien la mire en conjunto, quien sepa leer con tiempo su vida un tanto arrastrada y parcheada, notará el aroma de la aldea insuperada por la monstruosidad crecida, y quizá añore sin melancolía que aquello que fue permanezca, aunque solo sea como recuerdo, como un indefinible aroma campestre que nos acoge en el lugar en que cada uno de nosotros hubiéramos nacido, ese lugar con forma de cuna mental en el que siempre nos mecemos y que añoramos como si viviéramos con la continua pretensión de que la muerte sea principio, que no final de alegrías y desesperanzas.
 
 
Varias veces paseamos por la parte más vieja, que no la más antigua del centro histórico. Yo disfruto y disfrutaba especialmente en ese barrio un tanto abandonado, barrio de razas variadas, de jóvenes en busca de sí mismos o de una alternativa vital que no va a llegar, de adultos cuya alternativa es parecer jóvenes habiendo perdido ya la fe en poder serlo. Barrio de miradas cruzadas que dicen anhelo y buscan consuelo, barrio que parece renovarse sobre un cierto abandono que tiene que ver con su historia reciente de inmigración y alternancia de generaciones. Barrio que no pisa quien desea que la vida sea vista y vivida desde una sola faceta, barrio popular que la juventud ensalza con el lujo de lo efímero que ella solo sabe ver como eterno. Barrio que me trae a la memoria una Plaza del Diamante sin el sabor ácido de la melancolía y una Alexanderplatz sin mal augurio.
 
 
(Continuará)


 

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