No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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Inserto aquí algo que escribí hace unos días sobre Luis y que puede dar idea de cómo mi interés por su persona crecía cada día sin razón aparente.
Yo sé que él se levanta y se peina. Lo primero para ser grande, opina Luis, es ir bien peinado. Se ducha y se peina, Lo segundo para ser grande, piensa, es ir bien limpio. Desayuna y se peina. Lo tercero para ser grande, se dice a sí mismo, es alimentarse bien. Lo cuarto para ser grande, reflexiona, es ser ordenado sin que nadie conozca ese orden, incluso ocultándolo tras un aspecto un tanto descuidado. Se despeina, se peina y sale de su casa.
Conozco esos detalles de los que no soy testigo directo porque le observo. Es cierto que soy muy observador, quizá a falta de ser más creador, pero la observación que ejerzo sobre él parece una solicitud por su parte, parece no responder a mis inclinaciones, sino a una suave exigencia que destila su forma de estar y que parece dirigirse solo a mí, no a cualquiera que se le acerque o tenga algo que ver con su vida. Me desestabiliza un poco esa especie de atracción que ejerce sobre mí sin inmutarse ni imponer su criterio. Todo está en sus miradas de soslayo, en la bajada de sus ojos cuando lo miro, en su aparente concentración en el trabajo que delata su desafección hacia el propio trabajo, en su mano bajo la mesa, en la leve curvatura de su espalda hacia la izquierda, en su atender el más mínimo movimiento que se produzca a su alrededor moviendo solo los ojos, en su atención displicente a cualquiera que venga a consultarle algo o comentar una noticia, bajo la apariencia de un interés que estoy convencido que no siente.
- Oye ¿te apetecería venir a casa a ver Encubridora?
Me espetó un día al cruzármelo en el pasillo de la oficina con la voz un poco rota, como si fuera vergonzoso o extraño lo que me ofrecía.
- Como me dijiste que te gustaba tanto el cine clásico..., o antiguo...
- Sí, me encantaría -respondí con un entusiasmo excesivo que no se correspondía con mi auténtico interés por ese plan que parecía ofrecerse de una forma un poco forzada, y mientras pensaba en cuándo le había yo hablado de mi interés por el cine clásico, o antiguo.
- Como me dijiste que tu pareja estaba de viaje pensé que sería un buen plan -dijo, mirándome un instante a los ojos como si, de pronto y por muy poco tiempo, hubiera recuperado la escasa seguridad que mostraba en los momentos de mayor confianza.
- Bueno, espléndido. ¿A qué hora te va bien?
- A la que tú quieras -respondió, con un tono obsequioso como si el invitado fuera él.
- ¿Te parece bien a las siete? Me voy a echar un rato la siesta. - Con esa disculpa pretendía yo diferir la cita y que no durara mucho puesto que me parecía haberme enredado en algo que no deseaba.
Por mi cabeza pasaba un extraño pensamiento que me provocaba una sensación inquietante. La coincidencia de la falta de Lucía, debida al curso que tenía que hacer en Barcelona, esos días con la cita con Luis parecía un cúmulo de acontecimientos que no tenía que ver con la fluidez que yo deseaba continuamente. Llegué a pensar que él pretendía aprovecharse de la lejanía de Lucía para disfrutar de mi soledad, para azuzarla, como si mi situación de abandonado temporalmente por la mujer amada fuera deseable.
Vaya pensamientos que me azotaban, iba a resultar que el inicio de amistad con Luis revolucionaba un poco mi vida, incluso mi vida con Lucía, lo único intocable, íntimo, y que no se veía erosionado por nada circunstancial, como esta separación casual. Los dos éramos libres o creíamos serlo, o queríamos serlo para ofrecérselo al otro. Nada importaba si ese continuo inclinarse hacia el otro se mantenía, aunque no pudiéramos hablar, aunque no nos viéramos, aunque no nos tocáramos, aunque no coincidiéramos en lo que deseábamos hacer juntos. Nuestro pacto funcionaba porque estaba hecho de una inclinación irrebatible, de una pasión y su recuerdo que nos mantenía a flote de nosotros mismos y de las circunstancias que nos atenazaban. O que me atenazaban a mí. Lucía parece flotar sobre ellas, como alguien que sin necesidad de nadar se dejara llevar por las aguas de las circunstancias, boca arriba, respirando con tranquilidad. Yo, que cuestiono continuamente las circunstancias he visto, observando a Lucía, viviendo mi vida en la suya, que termino atenazado por ellas mientras parezco esquivarlas.
(Continuará)
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