No he podido, o sabido, encontrar otra forma de hacer pública mi penúltima novela que publicarla por entregas aquí.
Eso voy a hacer en los próximos días, un fragmento por día, en paralelo a mi página de Facebook:
https://www.facebook.com/independiente.trashumante
Su título es:
PAPELES PÓSTUMOS DE “ROJO” (copyright Alfonso Blanco Martín)
(Quien desee tenerla y leerla completa, no tiene más que escribirme a trasindependiente@gmail.com, o por “messenger” en Facebook, y por 10 euros (gastos de envío incluidos) se la imprimiré y se la enviaré dedicada por correo)
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A aquel primer día, a ese encuentro que me resultó tan agradable y sereno, han continuado otros en los que estamos implicados Luis y yo, o en los que Luis ha conseguido implicarme en la novedad de su peculiar amistad. Desde aquel primer día, primero de lo que ahora vivo y sobre lo que escribo, hemos dado largos paseos por la ciudad sin haber pretendido, al menos yo, que nuestras conversaciones fueran así, parte de un camino.
Los transeúntes, los dialogantes como nosotros, los que tienen un lugar al que dirigirse y los que solo lo sueñan, todos ellos, recorremos las calles que gracias a nuestros pasos se convierten en auténticas calles. Las calles no habitadas no lo son y terminan siendo inevitables por la falta de presencia humana que las toque con su sinsentido. Son como casas abandonadas para siempre que terminan colapsando, como si sus crujidos fueran corroyendo su existencia. Pero el sueño de las calles sin habitar es pura poesía, ensoñación, imagen mental. La calle que, aun en el silencio nocturno, no está habitada, no existe. No puede retorcerse ni enderezarse, pide vida y se aja como una rama caída del árbol por la tormenta. Es un ente que se olvida, que solo recuerda por poco tiempo lo que fue.
Ni sé a qué estoy llamando “deshabitado”, quizá a lo abandonado, o a lo que aparenta no tener vida, o a lo que un día será habitado, a lo que no aparenta contener a nadie vivo aunque las fachadas que conforman la calle oculten todos los fragmentos de amor, de ruido, de deglución, de expulsión, de odio contenido y expresado, de creatividad, de malicia, de aburrimiento, de falta de ganas, de pasión, de anhelo, de poder, de preponderancia, de humildad, de obediencia, de soledad, de compañía de casi todo aquello de que somos capaces los humanos. Y las veo deshabitadas antes de nuestro paso por ellas, pero sueño en los que allí habitan, en los que antes que yo las recorren y les dan vida, y en ese sueño todo tiene otros colores que los que miro cuando las atravieso, cuando les insuflo ese espíritu suyo en el que quiero creer y que solo es el marco de mi sueño.
Me atrevo a aplicar a Luis la presunción de inocencia, no por un principio ético sino porque intuyo en él que es un inocente auténtico, que no posee el prurito de no serlo, con ese anhelo de superación de la infancia que supone no querer ser inocente o no querer ser reconocido como tal cuando uno cree haber madurado, haber crecido y tener o llevar una vida que es la vida, la propia, la insustituible, la que olvidó el instinto y juega con él gracias a la inocencia olvidada, perdida o negada. Estoy seguro de que ha vivido algunas de sus emociones y pensamientos con la inocencia de quien encuentra el absoluto en el conocimiento de un nuevo lugar, de un nuevo paisaje, de un amigo (¿ha ocurrido eso conmigo, con conocerme?). Es decir, sin ironía, sin esa distancia que se hace necesaria en la madurez y que puede llegar a ser tan gozosa como despreciable. La amistad es un campo en permanente barbecho que se descuida a veces, cuya tierra se deja de remover por olvido o desidia y en la que, de esa forma, crecen las espléndidas plantas que un día fueron cosechadas cuando aquella tierra era productiva y no se pensaba que necesitara renovación. La renovación íntima y continuada es la condición de la amistad, su nido y su regadío, una renovación que no exige un enorme trabajo, que exige nada más que un cuidado llevadero y apetecible, constante y desmemoriado, que parece ser compartido por quien lo recibe, por ese pedazo de tierra que apetece nuestra compañía al igual que nosotros apetecemos lo que nos ofrece, lo que parece falto de la exigencia de lo productivo, lo que Luis y yo hacíamos crecer en nuestras conversaciones paseadas lejos del quehacer cotidiano.
Voy a copiar aquí, recreándolo con mis palabras, el sueño que me contó Luis y que, según él, refleja lo que la música es y lo que solo puede ser comunicado con música.
Me encontraba en una avenida de la ciudad ni grande ni pequeña. Surgieron unos patines en los pies. Desde el momento en que me di cuenta de que los llevaba puestos supe que me llevarían donde quisieran, que yo solo tendría que mantener el equilibrio agradablemente. Se echaron a andar muy despacio, acercándome a unas gotas que caían de un alero sobre la tapa metálica de una alcantarilla y que provocaban un sonido suave y tan agradable como suavemente rítmico. Cuando me encontraba imbuido de aquel sonido los patines aceleraron lanzándome por la avenida con una pasión que se desaceleró para hacerme cruzar la avenida e incorporarme a una calle a la izquierda con la lentitud suficiente como para poder contemplar la danza cimbreante de una bailarina cubierta de velos que, con toda naturalidad, se desplazaba por la acera ante las miradas placenteras de los transeúntes. No duró mucho mi pasmo alucinado porque las ruedas de mis pies volvieron a acelerar su rotación como para seguir el ritmo de un autobús que recorría la calle, pero del que la vida de los patines me separó con un giro a la derecha hacia una estrecha calle que solo me hizo recorrer durante una manzana para hacerme girar a la izquierda de nuevo, hacia una calle cuyas transversales asomaban hacia los verdores de un parque. De nuevo el ritmo de las manzanas de casas y de los huecos de las calles hacia el parque parecía hecho para mí gracias a la suave velocidad con la que los patines me arrastraban entre suaves cabriolas de mis miembros intentando sostener el equilibrio cuando estaba obligado a subir y bajar de las aceras.
(Continuará)
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